viernes, 27 de diciembre de 2013

Monasterio de Monte Sión en Toledo.

Toledo, pese a ser una población pequeña, es una de las ciudades del mundo con más edificios religiosos, a pesar de que muchos de ellos han desaparecido.

Entre sus cenobios se encuentra, ya a las afueras, el monasterio cisterciense de Monte Sión.

Hacia la puesta del sol, por el valle del Tajo, a unos 5 kilómetros de la ciudad.

Está integrado por varios edificios y rodeado de jardines con paseos, decoración de cerámicas y dos fuentes.

Hoy el monasterio se halla junto a la carretera que lleva a La Puebla de Montalbán.

El enclave no impresiona. Ya no es un paraje idílico, apartado del mundanal ruido. Monte Sión se alza junto a una carretera de abundante tráfico y rodeado de parcelas urbanizadas.



Pero hubo un tiempo en el que esto era una vega solitaria.

Martín de Vargas fue un jerezano que pasó gran parte de su vida en Roma y fue confesor del papa Martín V.

Había pertenecido a la congregación de ermitaños de San Jerónimo. Regresó a España por razones desconocidas y vivió en el monasterio de Piedra.

Allí concibió una reforma de la Orden cisterciense de Castilla, cuyas costumbres se habían relajado. Martín V le dio permiso para llevarla adelante.

Fray Martín buscó un lugar en el que construir un convento donde poder emprender la reforma.

En Toledo el reformador tenía un amigo, el canónigo y tesorero de la catedral de Toledo don Alonso Martínez, a quien había conocido en Roma y que se ofreció a ayudarle económicamente si se realizaba la fundación en la ciudad.

Ambos recorrieron Toledo en busca de una ubicación.

Saliendo por la puerta de San Martín, llegaron al valle de Hadahallete, que confina con Peña ventosa, un cerro cubierto de árboles y viñas situado en la ribera del Tajo, a mano derecha, a media legua de la ciudad.

A ambos les gustó el lugar.


El tesorero compró el heredamiento. Mientras se construía el nuevo edificio, fray Martín y once compañeros se instalaron junto a una ermita preexistente, en celdas construidas con ramas de árboles.

El tesorero trajo maestros que comenzaron a abrir los cimientos y él mismo puso personalmente la primera piedra el 21 de enero de 1427.

Se le dio al lugar el nombre de Monte Sión porque, así como del Monte Sión salió la ley dada a los israelitas, así de esta casa salió la ley del Císter de España.

El monasterio de Monte Sión se constituyó en cabeza de la Reforma. Luego se unieron en Congregación
todos los monasterios cistercienses de Castilla, quedando a su frente el de Monte Sión.

La construcción fue continuada gracias a las aportaciones de Alonso Álvarez de Toledo, contador mayor de Juan II y de Enrique IV. Rico judeoconverso, patrocinó importantes obras religiosas para lograr ser aceptado entre los nobles.

Terminó el monasterio de San Bernardo extra-muros de Toledo y su esposa construyó el de Santa Clara en Madrid. Cada uno fue enterrado en su respectiva fundación, el contador en 1457 y su viuda en 1472.



Con anterioridad, don Álvaro de Luna quiso engrandecer el cenobio y convertirlo en su lugar de enterramiento, pero los monjes prefirieron mantener su pobreza. Sin embargo, poco después aceptaban las donaciones y los enterramientos de los Álvarez de Toledo.

Un documento del siglo XVI describe el desaparecido sepulcro de don Alonso:
«Alfonso Álvarez es sepultado en la capilla mayor, en la pared del Evangelio, en el primer túmulo de alabastro, muy ricamente labrado, a lo antiguo, con muchos escudos de jarras con flores de açucenas».

En otra sepultura, de la parte de la Epístola, frontera de la del padre, estaba enterrado su hijo don García Álvarez de Toledo, obispo de Astorga (que fundó en Madrid, junto al Alcázar, el hospital de Santa María de Campo de Rey), con una escultura del obispo de rodillas orando. En el suelo, junto al sepulcro del obispo, estaba enterrada su madre.

En la pared de la parte del Evangelio, otro túmulo, junto al de Alfonso Álvarez, lleno de escudos, con insignias de sendos leones, orlados de cruces, era la sepultura de Luis Núñez de Toledo, nieto del Contador,
hijo de Pedro Núñez de Toledo y de Leonor Arias Dávila. Pero don Luis está enterrado en Santa Clara de Madrid, aunque él se mandó enterrar en Monte Sión.

En 1494 se reedificó el claustro por el canónigo de la catedral Francisco Álvarez de Toledo.

En el siglo XVI se amplió el conjunto con la construcción del cuarto de la hospedería, por Alonso de Covarrubias, y del claustro toscano, por Nicolás de Vergara el Mozo.


En siglos posteriores se realizaron sucesivas modificaciones,sin gran valor artístico.

En 1463 Luis Núñez de Toledo, canónigo de la catedral de Toledo y arcediano de Madrid, hizo construir la capilla de la Visitación, junto a la cabecera de la iglesia. En 1468 obtuvo una bula del papa Paulo II para trasladar a ella las reliquias Raimundo de Fitero, fundador de la Orden de Calatrava, que, fallecido el 15 de marzo de 1163, había sido enterrado en la iglesia de Ciruelos.

El traslado se efectuó en 1471.

Los restos se conservaron en la capilla de don Luis hasta 1590, fecha en que fray Marcos de Villalba, general de la Orden, siendo abad de Fitero, trasladó las reliquias a un suntuoso sepulcro que fue colocado en el altar mayor, del lado de la Epístola. Fray Marcos dio parte de las reliquias a Fitero.

En 1721 las reliquias se distribuyeron entre el monasterio de Monte Sión, las monjas Calatravas de Madrid (hoy mudadas al convento de Morazarzal, en Madrid), las monjas de San Felices de Burgos y las monjas de San Clemente de Toledo. Un hueso de San Raimundo se halla en la iglesia de las Calatravas de Madrid, donde le asiste el Capítulo de caballeros Calatravos.

Hoy el relicario de Monte Sión se encuentra en la Capilla del Ochavo de la catedral.

La Congregación Cisterciense de Castilla fundada por Martín de Vargas
tuvo que superar muchas dificultades
e incluso llegó a desvincularse de la autoridad del Císter, pero consiguió mantener su fuerza y pureza hasta 1700.

En el siglo XVIII entró en un periodo de decadencia.

Con la Desamortización de Mendizábal los cistercienses tuvieron que abandonar Monte Sión, que pasó a manos particulares.

El monasterio sirvió como casa de labor y tuvo varios propietarios.

A comienzos del siglo XX, la duquesa de la Unión de Cuba, propietaria entonces, reparó el edificio y mejoró los jardines.

En 1925 el propietario era Luis de Urquijo, marqués de Amurrio. A instancias de Alfonso XIII, don Luis ensayó en el cenobio el último intento por recuperar la antaño potente industria sedera toledana.

Se plantaron moreras en los alrededores del edificio y en las vegas cercanas, se acondicionaron estanciasy se fundó el Real Instituto Sericícola de Castilla y Extremadura.

Pero el proyecto fracasó y fue abandonado. De él hoy sólo quedan numerosas moreras en la zona. En la guerra civil el lugar fue hospital de sangre y prisión.

Tras la guerra, el ingeniero agrónomo Tirso Rodrigáñez Sánchez Guerra, que hasta entonces había sido administrador de la finca, la alquiló primero y a continuación la compró. Habilitó el convento como palacio y cultivó frutales en las tierras.

En 1966 falleció don Tirso sin herederos. Había testado en favor de los primitivos propietarios del monasterio, a quienes devolvía éste junto con 620 de las 1000 hectáreas que ocupaba la finca.

El resto del terreno quedaba para una fundación benéfico-agrícola y una pequeña parte para el albacea testamentario.



El 13 de noviembre de 1970, la comunidad cisterciense de Santa María de Huerta, de Soria, tomó posesión del monasterio y su entorno.

Se plantearon los frailes qué hacer con la finca. La comunidad tenía que acometer muchos gastos por las reparaciones del monasterio de Santa María de Huerta y el acondicionamiento del de Monte Sión, que se quería convertir en centro de formación de la Orden en España.

El albacea testamentario que había heredado un pequeño trozo de la finca, consiguió, sin recalificar el terreno rústico ni aprobar plan previo, venderlo por parcelas para construir chalés. El Ayuntamiento concedió licencias de obras, pese a las irregularidades.

Se inició así la creación de una urbanización con algunos de los mejores cigarrales de la Vega del Tajo.

En 1977 los cistercienses hicieron lo mismo y vendieron una parte de su terreno.

Pero para cuando los nuevos propietarios quisieron construir el Ayuntamiento había cambiado y empezaron los problemas.

En 1982 cistercienses y Ayuntamiento de Toledo se enfrentaron por la parcelación ilegal y la Junta preautonómica impuso a la orden religiosa una multa de veinticinco millones de pesetas.

Puede leerse en las hemerotecas la polémica que en su momento levantó el caso. Se acusó a los monjes de estarse enriqueciendo con negocios de dudosa legalidad ligados a la especulación urbanística.

Sin embargo, hoy el monasterio no parece rico. Más bien transmite cierta sensación de abandono, cierta impresión de que los campos que aún conserva necesitarían más manos.

Cuando llego, hay unos cuantos automóviles aparcados a la entrada de la iglesia. Entro en ésta. Paredes encaladas, un retablo en el altar mayor. Poco más.

A los pies del templo hay un espacio separado del resto por una mampara de cristal. Una especie de habitación dentro de la iglesia.

Allí están los monjes y unas veinte personas más. La puerta de la mampara está cerrada. Supongo que están celebrando misa. Se oye una voz, pero no se entiende lo que dice. Como la puerta está cerrada, no me decido a entrar. Me quedo en el otro lado del templo.

Me siento en un banco y paso allí unos minutos observando la desnudez de las paredes. A mis espaldas queda el grupo. A mi izquierda, bajo un arco, hay una cruz de piedra tallada que se levanta sobre unas calaveras y una especie de escudo en el que, entre otros motivos, aparece una minúscula cruz de Calatrava.

Esa cruz es lo único que relaciona el lugar con el tiempo que pasaron allí los restos mortales del abad.

Salgo de la iglesia y recorro sus alrededores. En su tiempo, el monasterio se construyó en la vega del Tajo.

Hoy la carretera lo separa definitivamente del río. Emana del lugar una vaga melancolía, la impresión de que hubo un pasado mejor. Hago tiempo, aguardando a que termine la misa o el acto que se esté oficiando tras el cristal.

Cuando veo que empieza a salir la gente, me acerco a la puerta. Tras los laicos, sale un monje. Un hombre de mediana edad, con el hábito del Císter y encima una chaqueta de lana oscura que parece hecha a mano.

Un monje que resulta ser el superior de esta pequeña comunidad de cinco miembros.

Entre otras reformas, Vargas modificó la organización de los monasterios, sustituyendo a los abades por priores, así que este hombre al que me dirijo debe ser el homólogo de fray Raimundo, el que fue abad de Fitero.

Me aproximo a él. Es un hombre agradable, de actitud acogedora. Le pregunto si se sabe dónde estuvo el sepulcro de San Raimundo y me dice que se cree que en el altar mayor, pero que no queda rastro de aquel emplazamiento. Hablamos un rato. El monje se interesa por mí. De pronto recuerda, me dice que tiene un librito en el que se recoge alguna noticia del monasterio y va a por él.

Yo lo espero en el jardín. Lo veo cruzar la iglesia. Hace una profunda reverencia ante el sagrario y desaparece por la puerta que se abre al otro lado. Poco después regresa. Repite la reverencia, una reverencia profunda y lenta, con las manos juntas.

Me da el librito. Nos quedamos un rato al sol, charlando. Hablamos de San Raimundo. Él le llama Raimundo: hay confianza, son compañeros.

Extinguidos los frailes calatravos, este monje cisterciense es la representación más próxima de aquéllos.El Císter de origen. Con un monje como éste empezó todo. Este monje delgado de piel curtida podría ser un soldado.

Podría haber sido un buen custodio del sepulcro del santo, que fuera abad del Císter. Por más que algunos “nobles” se sigan reuniendo, cubiertos sus hombros con impolutas capas blancas y nombren nuevos caballeros en ceremonias anacrónicas, la verdadera esencia de la Orden está aquí, en este monje sencillo vestido con hábito y un jersey marrón.

Estamos de acuerdo en que el mejor lugar al que trasladar los restos del abad habría sido la iglesia del convento de Calatrava la Nueva. El monje me hace preguntas, intercala comentarios. Hablamos de las desastrosas consecuencias de la Desamortización. Cuando le explico que los mismos frailes destruyeron el convento de Calatrava cuando les obligaron a abandonarlo, la primera respuesta del prior es:

- ¡Hicieron bien!
Yo me río, él se ríe también, recapacita y corrige:
- No, no hicieron bien. A veces se hacen cosas...
Deja el resto de la reflexión en el aire.

Me cuenta las dificultades que tienen estos cenobios situados fuera de las ciudades. Lo llaman, y lo lamento, porque se está a gusto allí, hablando con este hombre que ha decidido pasar el resto de su vida lejos del mundo.

Me pregunta mi nombre y me dice el suyo: José Ignacio.

- Entonces, ¿vuelves andando? – me inquiere.
Me da un beso y me desea buen viaje.

Dejo atrás al monje.

Me habría gustado hacerle muchas preguntas más.
La conversación me ha dejado sensación de calma.

Abandono la carretera y tomo un camino que conduce al río atravesando un jardín. Un gran jardín lleno de flores. Es como una borrachera de flores amarillas. 

Flores que parecen soles diminutos multiplicando en tierra el sol del cielo. Miles de soles diminutos agitados por la brisa. Entiendo cuál fue la realidad del monasterio en el pasado. 

Una realidad sin carreteras ni urbanizaciones, sólo esta luz radiante, el murmullo del río, el aire limpio.

Es como si la conversación con el monje stuviera continuando aquí abajo, como si el monje me acompañara
y estuviéramos viajando en el tiempo, a los años en que otros monjes como él eligieron este lugar para erigir su cenobio.

Pasamos aquí mucho rato, el monje y yo, conversando. Hace un día espléndido, luminoso, perfecto, el cielo, el sol, la brisa, el agua del río, las flores doradas. Recorro la orilla del río en compañía del fraile, conversando sobre cosas antiguas, sobre cosas eternas.



Caminamos juntos por la hierba, sin prisa, y al caminar vamos retrocediendo en el tiempo, nos encontramos con sus compañeros, otros hombres con hábito blanco que, como José Ignacio, caminan sin prisa.

Quizás hubo un tiempo en que la fuerza que se siente en este lugar se experimentaba también en los parajes que ahora ocupan las urbanizaciones y que resultan un tanto desolados e inhóspitos.

Desalojados de la mayor parte de sus tierras, fray Martín de Vargas y sus monjes se han refugiado en la orilla del río y aquí están, cuidando este jardín, cultivando estas flores que son como minúsculos soles.

Me siento a la orilla del río. No hay nadie más.
Si alguien pasara y me viera, pensaría que estoy sola. Pero se equivocaría. Estoy con José Ignacio y sus compañeros.

Estoy rodeada de monjes blancos que  oran, cultivan la tierra y caminan sin prisa con pasos silenciosos.

1 comentario:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...